TIEMPO RECOBRADO
El Papa que lloró por todos nosotros
Bergoglio comprendió que la Iglesia católica tenía que acometer profundos cambios para cumplir su mandato divino
La tradición de la Iglesia reza que, cuando muere el Pontífice, el anillo papal es aplastado con un martillo. Con el mismo material, se hace un nuevo anillo con el sello de la persona elegida en el Cónclave para ocupar la sede de San Pedro. ... Es el símbolo que mejor refleja que todo cambia mientras todo sigue igual en el reino de Dios en la Tierra, cuya personificación es el obispo de Roma.
El Papa Francisco rompió la tradición al solicitar que el anillo piscatorio, en referencia a la condición de pescador de San Pedro, fuera fundido en plata. Era un gesto de austeridad con el que pretendía transmitir el mensaje que ha caracterizado su mandato: que la Iglesia está al servicio de los pobres y los más humildes. La propia elección del nombre del santo de Asís ya es una declaración de principios. «Vete y repara mi templo que se está cayendo», le dijo Dios a San Francisco.
Jorge Bergoglio, el primer Papa de la orden de los jesuitas, se esforzó en acercar el aparato jerárquico de la organización eclesial a los creyentes. No fue un empeño fácil porque tuvo que luchar contra la burocracia vaticana y la incomprensión de los estamentos más conservadores de la Iglesia.
No dudó en acercarse a los oprimidos y desfavorecidos como cuando, rompiendo el protocolo, invitó a unirse a él a una docena de inmigrantes que le escuchaban, dando visibilidad a su causa. Nunca faltó su voz cuando había que defender a las víctimas de las guerras, a quienes habían cruzado fronteras para construir una nueva vida o quienes sufrían la persecución de los fuertes.
Hizo gestos para integrar a las mujeres en la organización eclesial y aseguró que él carecía de autoridad para juzgar a los homosexuales, dos puntos de vista que le reportaron críticas de quienes han visto en él una figura peligrosa para la ortodoxia cristiana, ejemplificada en Papas como Benedicto XVI o Juan Pablo II.
No hay la menor duda de que Bergoglio ha marcado distancias con sus dos predecesores. Su estilo de gobernar la Iglesia recuerda mucho al de Juan XXIII, un Papa campechano, sencillo y amante de contar chistes, que se restaba importancia y se presentaba a sí mismo como un párroco de pueblo.
La muerte de Juan XXIII en 1963 me conmovió. Yo era un niño de ocho años que estudiaba en la escuela parroquial de Miranda de Ebro. Sentía veneración por aquel Pontífice, que no se parecía en nada al severo y mayestático Pío XII, cuyo retrato presidía la cabecera de mi cama. Cuando falleció Juan XXIII, sonaron las campanas de San Nicolas de Bari y los mirandeses interrumpieron las fiestas de San Juan. Recuerdo a la gente llorando en la calle. Yo también lloré medio siglo después al postrarme de rodillas ante el cadáver embalsado de aquel Papa, expuesto en la Basílica del Vaticano.
La muerte de Francisco me ha evocado aquel recuerdo y ha suscitado sentimientos parecidos. La historia le juzgará, pero yo creo que fue una buena persona, un profundo creyente y un Papa que quiso servir a los hombres tal y como son y no como deberían ser.
Francisco comprendió que la Iglesia católica tenía que acometer profundos cambios para cumplir su mandato divino. Probablemente, no pudo llevar a cabo su programa. Intuyo que sintió una profunda frustración por los obstáculos que surgieron en su camino. Pero Bergoglio era mortal y limitado, arrojado al mundo como cada uno de nosotros. Su grandeza es que nunca fingió lo que no era y que quiso plasmar el espíritu de Jesús en este mundo donde el poder y el dinero han aumentado las barreras entre los seres humanos.
Pero Francisco no sólo fue un Papa obsesionado por la acción apostólica y la importancia del ejemplo. Su pensamiento tenía también una dimensión teológica, poco conocida y divulgada. En ese sentido, uno de los temas más recurrentes en los debates entre los teólogos es el silencio de Dios. Un enigma muy ligado a la existencia del mal. La pregunta es por qué el Supremo Hacedor permanece en silencio mientras la humanidad sufre catástrofes, genocidios y guerras devastadoras. Este interrogante ya se lo planteó Voltaire tras el terremoto de Lisboa.
Recordemos la visita del Papa Benedicto XVI a Auschwitz cuando, consternado ante el horror, profirió estas palabras: «¿Por qué, Señor, permaneciste callado?». Resulta difícil conciliar la idea de un Dios bondadoso con el asesinato de millones de inocentes.
La proliferación del mal es la mayor objeción filosófica a la existencia de Dios. Por eso suscita una reflexión el concepto que Javier Cercas introduce en su libro 'El loco de Dios en el fin del mundo', una aproximación a la personalidad de Bergoglio.
Citando a una persona muy cercana al pontífice fallecido, Cercas apunta que Bergoglio era un firme convencido del llamado «discernimiento», que es la búsqueda de la voz de Dios en el mundo sea mediante la razón sea mediante la fe o por ambas. El concepto implica que es posible escuchar e interpretar la voluntad de Dios en los acontecimientos humanos.
Tengo respeto y admiración por Francisco, pero me parece que esto es entrar en el terreno de la mística. Spinoza afirmaba que Dios no habla a los hombres, pero que todo lo que nos rodea es una expresión de su sustancia. La idea de Bergoglio iría en ese sentido: buscar las huellas de Dios en este mundo e intentar actuar de acuerdo con sus mandatos.
Esto tiene una clara implicación: que ya no es el aparato de la Iglesia quien intermedia entre el creyente y el Ser Supremo porque es cada ser humano el que debe hacer ese ejercicio de «discernimiento», aunque dentro de la comunidad cristiana y los mandamientos canónicos.
Esta concepción conecta con el anticlericalismo expresado por el propio Francisco, que intentó disminuir el peso de la Curia Romana y recuperar la sinodalidad, un concepto vinculado a la participación de las bases en la orientación de la Iglesia.
Este ha sido, a mi juicio, el gran legado del Papa y lo que ha suscitado tantas adhesiones como resistencias en el seno de un catolicismo en el que los dos pontífices anteriores a Bergoglio, y es preciso insistir en ello, pusieron el énfasis en el magisterio de la Iglesia y la importancia de los dogmas.
El discernimiento abre un camino a la libertad de conciencia de los creyentes que Bergoglio no se atrevió a recorrer porque era consciente de sus implicaciones. Descanse en paz este Papa, que afirmó que al mundo de hoy le falta llorar. Él lloró por todos nosotros.
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